No hay genocidios desconocidos. Su negación y el silencio vienen a profundizar las consecuencias. Así se ha comprobado en el caso de Ruanda, cuyas masacres comenzaron en 1994, y también en el caso de Armenia, perpetrado hace 101 años.
Khatchik DerGhougassian*
Según documentos desclasificados del Departamento de Estado, el entonces presidente de Estados Unidos, Bill Clinton, así como los altos oficiales de su administración estaban al tanto de la inminencia de un genocidio de los extremistas Hutu contra la etnia de los Tutsis en Ruanda un año antes del comienzo de las masacres en abril de 1994. Cables diplomáticos provenientes de la misión estadounidense en Kigali advertían desde agosto de 1992 de la preparación de los extremistas Hutu a un eventual proyecto de asesinatos masivos de Tutsis. El testimonio de la autora de estos cables, Joyce Leader, en una conferencia en 2014 por el vigésimo aniversario del genocidio, no deja la menor duda: “Teníamos una buena idea de lo que estaba pasando.” A raíz de esta conferencia, el Centro para la Prevención del Genocidio del Museo del Holocausto y el Instituto de La Haya por la Justicia Global auspiciaron un panel de revisión de los hechos cuyo informe de 240 páginas se hizo público el 6 de abril de 2015.
Quien tuvo primero acceso al informe fue la publicación Foreign Policy cuyo columnista, Colum Lynch, adelantó el informe con un artículo exclusivo en la edición digital de la revista del 5 de abril. Lynch empieza su pieza con el pedido de disculpas de Clinton del 25 de marzo de 1998 en el cual argumentaba que “no había apreciado la velocidad y la profundidad que este horror inimaginable había envuelto a los ruandeses.”
Ruanda es el último de los casos de crímenes de genocidio del siglo XX que Samantha Power estudió en su libro Un problema infernal. El libro”América en la era del genocidio” se publicó en una primera edición en 2002 y su autora fue premiada con el Pullitzer el año siguiente. Power, en aquel entonces una joven periodista y académica con un fuerte compromiso con los Derechos Humanos, sostenía la tesis de que los sucesivos gobiernos de Estados Unidos siempre supieron de los procesos de exterminación de una comunidad, un crimen sistemáticamente planificado y ejecutado por un Estado, pero jamás tuvieron la voluntad política de intervenir para impedirlos o detenerlos.
Expresión de horror, pedido de disculpas por no actuar y búsqueda de argumentos para explicar la actitud parece haber sido la norma de quienes se esperaba una determinación más firme en virtud de los valores humanitarios con los cuales se decían identificarse.
En pocas palabras, no hubo y no puede haber ningún genocidio desconocido cuyo horror se revela después del hecho consumado. Solo la negación de los perpetradores y el silencio de terceras partes han hecho de la centuria pasada el tristemente célebre siglo de genocidios.
A cien años del “crimen contra la humanidad” que el gobierno otomano planificó y ejecutó aprovechando de las condiciones creadas por la Primera Guerra Mundial, y pese a la normativa ya internacional de la Responsabilidad para Proteger, poco y nada parece haber cambiado en la “práctica social” del genocidio como ha conceptualizado bien Daniel Ferstein esta suerte etapa suprema de la barbarie humana.
Desde que los Aliados acuñaron el término de “crimen contra la humanidad” en mayo de 1915 advirtiendo al gobierno otomano que sería responsable por su planificación y ejecución, el destino de un millón y medio de armenios aniquilados entre 1915 y 1923 nunca dejó dudas. Rafael Lemkin lo citó como caso ejemplar del primer genocidio del siglo XX cuando en 1944 inventó la denominación jurídica sobre la cual se formularía en 1948 la convención de las Naciones Unidas para su prevención.
No obstante, el reconocimiento del crimen contra los armenios como genocidio no impidió la anexión de los territorios históricamente armenios y vaciados de su población al nuevo país que crearía Mustafa Kemal, ni la aceptación internacional de un silencio diplomático sobre el tema cuando se encontraban en presencia de un funcionario de la República de Turquía.
El 12 de abril de 2015, el Papa Francisco I celebró una misa en el Vaticano en la memoria de las víctimas del Genocidio de los armenios. El discurso del Papa tuvo una gran resonancia internacional y el gobierno de Turquía reaccionó inmediatamente llamando a su embajador en el Vaticano y pidiendo explicaciones al representante diplomático de la Iglesia Católica en Ankara. Según manifestaron su enojo los oficiales turcos, Francisco I había sido “parcial” en su reconocimiento del Genocidio.
Pero el énfasis sobre el “reconocimiento” es otra astucia de la política negacionista turca, otra manipulación tramposa que pocos medios de comunicación saben advertir tan fuerte había sido la singularidad del Genocidio de los armenios como el crimen “olvidado”, como si su reconocimiento, la pronunciación pública de la “palabra en G” en sí hiciera justicia a un pueblo, una historia y una cultura milenaria cuya existencia primero y la memoria luego había sido condenada a la desaparición.
El Papa Juan Pablo II, junto con el Católicos de Todos los Armenios, Karekin II, ya había visitado Dzidzernakapert, el Monumento del Museo del Genocidio en Armenia, cuando en 2001 participó de las celebraciones de los 1700 años de la adopción del cristianismo como religión de Estado; y quien conociera al Cardenal Bergoglio no dudaría que su compromiso con los armenios expresado en más de una oportunidad no cambiaría por el hecho de que se trasladara de Buenos Aires al Vaticano. El discurso del Papa fue más allá de evocar la memoria del “exterminio terrible y sin sentido” y sostuvo que negar el crimen es seguir su perpetuación y advirtió del destino de los cristianos del Medio Oriente que “son públicamente y atrozmente matados -decapitados, crucificados, quemados vivos- u obligados a abandonar su tierra”. El mensaje es claro: desde el Genocidio de los armenios reconocidos desde siempre pero negados por los perpetradores y la complicidad del silencio del resto del mundo las consecuencias han sido otros genocidios y el que acontece actualmente en el Medio Oriente.
Mientras el Papa pronunciaba su discurso la situación se empeoró en la ciudad siria de Alepo; el barrio de Suleymanía donde se concentra buena parte de las instituciones de la comunidad armenia y que por décadas había sido el espacio ejemplar de convivencia de cristianos y musulmanes fue el blanco de bombardeos feroces de parte de las militantes islamistas a quienes el gobierno de Erdogan facilitó la logística y el armamento en su guerra contra el gobierno de Siria. Dentro de las “hazañas” de la limpieza religiosa que llevan adelante con estos armamentos y combatientes que llegan desde la frontera de Turquía se registra la demolición por una carga explosiva de la iglesia de Der Zor -la región desértica de Siria que había sido la última etapa de marcha de las “caravanas de la muerte” del Genocidio, una tumba abierta donde era posible indagar la arena para encontrar restos de huesos. Allí, en 1989 y 1990 se había construido la iglesia como un Monumento a los Mártires; inaugurada en 1991, se había transformado en un lugar de peregrinaje para todos los armenios 24 de abril. Con la irrupción de la guerra en Siria, los islamistas dominaron Der Zor. La noticia de la destrucción de la iglesia de parte del Estado Islámico en Siria e Irak se difundió el 21 de septiembre de 2014, el día en que Armenia celebraba su independencia…
* PhD en Estudios Internacionales de University of Miami (Coral Gables, FL), especializado en temas de seguridad internacional. Es profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad de San Andrés y la Universidad Nacional de Lanús.