Que pase la que tiene el bebé dormido, dice un guardia. La mamá camina, pasa por una puerta de chapa y entra a este lugar que se llama Colonia Penal de Ezeiza. La suciedad añeja que está por todas partes me distrae de estas imágenes que deberían tener toda mi atención, mamás con hijos entrando a la cárcel para ver a sus papás presos. Un bebé dormido entra a la cárcel y pienso que eso debería estar prohibido por algo o para algo. Pero no se me ocurre ningún argumento. Hago la cola para que me devuelvan los anteojos y las llaves del auto. Es porque hay una larga lista de objetos que no pueden entrar al penal y hay que dejarlos en el depósito. Los trámites son muy largos y lo más difícil no es responder, ni llenar papeles, ni traer documentos sellados. Lo más difícil es esperar, esperar horas, muchas horas. Ese parece ser el requisito: el que espera entra. Entra sin cinturón y con ropas que no se parezcan al uniforme de los guardiacárceles. Por eso se me caen los pantalones mientras camino hacia el auto, hacia la libertad, y dejo a Carlos Zannini en la cárcel.
Zannini nos recibe con dos termos para tomar mate. Habla mucho Zannini, no de salir de ahí, ni de lo injusta que es su prisión, casi todo el tiempo habla de la democracia y de cuánto necesitamos recuperarla. Dice que no quiere que a nadie le pase lo que le pasa a él, estar encarcelado sin juicio y sin otra razón que las necesidades políticas de un gobierno sin ley. Dice que ni siquiera para ellos quiere revancha.
Cuenta que cuando fue encarcelado y torturado en la dictadura, no salió pensando en cómo torturar a sus carceleros, salió pensando en cómo hacer para que no hubiera más tortura. Zannini sigue siendo el mismo hombre después de tantos años. Pero el país por suerte no es el mismo. Aunque cuando salgo de ahí pienso en los que quieren que vuelva a ser aquel país que torturaba.
Eso pienso con fondo de música de cumbia en el micro que me lleva a la salida, y tengo en la cabeza una especie de furia por la injusticia, que después se me vuelve tristeza por una sociedad que tolera y a veces disfruta la injusticia. Almorzamos sanguchitos de milanesas hechas por su mujer, y Zannini se confiesa un poco obsesionado con un problema que tiene: no puede aprenderse la letra de una canción que canta Teresa Parodi y que la escucha todos los días. La canción se llama “Con el Alma en Vilo” y hasta hoy yo no la conocía.
Por un rato se la puede pasar bien en la cárcel cuando uno está entre personas que quiere. Irme y dejarlo encerrado a Zannini me provoca una rara culpa. Un feo sentimiento de que no hago lo suficiente para que él esté libre igual que yo. Igual que yo, porque total esta prisión la merece el que sea más útil para los que mandan. Hoy es Zannini, mañana nos puede tocar a cualquiera. Pasa la mamá con el bebé que duerme y pienso que con suerte el bebé no se despierta, y con suerte no se va a acordar de cuando estuvo ahí entre la suciedad y los guardiacárceles. Pienso en Zannini diciendo que hay que recuperar la democracia, y me digo: para que el bebé dormido no vaya preso aunque sea una persona de bien. Esos bebés van a vivir acá toda su vida, y nosotros tenemos que hacer las cosas para que sean gente de bien y vivan en libertad.
La libertad afuera de la cárcel cada día se achica más, pero todavía alcanza como para hacer muchas cosas. Hay que apurarse antes de que no alcance para casi nada. Zannini nos cuenta que está aprovechando a leer los libros que se adeudaba, y lo veo y pienso que el hombre está entero y está bien. Si estar bien en la cárcel fuese algo posible se podría decir que está más que bien. Pero la sociedad, afuera, hace décadas que no estaba tan mal. Y está así de mal porque gente como él está presa en cárceles de máxima seguridad como ésta.
“Yo tengo mucha paciencia”, nos dice cuando le preguntamos cómo hace. Yo no sé cuánta paciencia tengo, pero espero que me alcance. Ojalá me alcance para poder aprender todo lo que me falta aprender. Ni la bronca ni la furia ni la tristeza son buenas para eso. Paciencia para aprender, me digo mientras voy regresando a la vida de todos los días con los pantalones que se me caen, afuera del penal de Ezeiza. Aprender un montón de cosas, y aprender la canción que Zannini quiere aprender. Ahora que la escuché, la canción puede sonar triste, pero estuve pensando que lo triste, lo único triste de verdad es rendirse. Y acá, nadie se rinde. No por corajudos, sino porque parece que no podemos rendirnos, ni cuando estamos libres, ni cuando estamos presos, ni cuando se nos caen los pantalones.